lunes

ARCILINDA EN SU PADRE

Arcilinda, en el empeño de separar su alma del cuerpo, recordó que el Domingo era el día del Padre.

Se calzó sus chanclas rojo carmesí y salió por el portal de su casa rumbo al cementerio. Arcilinda no sabe leer.
Circuló entre lápida y lápida hasta que encontró la que recordaba como la que su madre visitaba cada año antes de la inundación invernal.

Las inundaciones de la aldea de Arcilinda se llevaban los muertos hacia otro lugar inimaginado. Arcilinda no lo podía saber porque era un secreto de adultos y ella frecuentó el cementerio solo hasta los 10 años, edad a partir de la cual el resto del tiempo debía ser feliz.

Se arrodilló frente a la lápida y colocó un ramillete de flores de Cochembra (flor típica de la aldea) que recogió en el camino. No rezó. Intento no pensar, aunque no podía. Se mantuvo en silencio. Intentó llorar y las gafas no se empañaban de emoción. Miraba de forma nítida la lápida y su escritura esculpida en la piedra sin poder interpretar lo que expresaba. 

Se levantó y se fué a su casa corriendo cada vez más rápido para ver si su alma quedaba con la de su padre frente a la lápida  mientras ella llegaba a su casa con el despojo, momento buscado hasta la saciedad.

Solo los cangrejos recordaban a quien el lecho alojó como ultima morada antes que las aguas borraran de las faz de la tierra cualquier inoportuno resucitamiento.

Arcilinda nunca tuvo padre. Su madre visitaba cada año su única propiedad antes de una eventual desaparición de la misma.

Arcilinda nunca lo supo y no sabe si realmente es feliz.

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