Pelo cano engominado, angosto bigote sobre el labio superior de su pequeña boca, gafas oscuras, camisa celeste y mameluco azul desteñido por los años; el inspector de cubiertas antiguas de Madrid, reza un rictus en su cara, típico de aquellos que no han querido pertenecer a ninguna mafia aunque resignando siempre tuvo la sensación de haber estado, sin saberlo, en la de la familia de su mujer.
De gestos austeros, más bien callado, silencioso, levantando tejas asoma habitualmente la cabeza sobre las cubiertas para ver como se encuentra el tiempo cada día. A sus ochenta y pocos años sabe hacer de su trabajo y sus tejados el refugio perfecto, cerca del cielo.
Al volver cada día de su rutina, entra en la soledad de su casa, vacía desde la muerte de su mujer, hacen casi veinte años, y tan solo por darle de comer a las palomas.
Deposita, como es habitual en él, la caja de herramientas y el par de vidrios de ventana que diariamente trae a casa, suavemente detrás de la puerta de entrada. Se descalza e incorpora a sus pies, las chanclas.
Fue siempre simpatizante de tener las ventanas sin las celosías, para dejar pasar, a través de las cortinas blancas, la luz del día y la de la noche, producida por las lámparas amarillas de las farolas de la calle,
En frente a su ventana esta la plaza habitada por frondosos árboles de verano que en otoño pierden las hojas, como siempre, mostrando el maderamen que sostiene a las palomas. No falta el chapoteo de la fuente con escultura de dragón escupiendo agua por su boca, donde también las palomas aletean y se bañan salpicando al paisaje urbano de ese rincón de la ciudad.
En invierno sus ventanas de antiguos cristales de ínfimo espesor, tienen en cada hoja recortado un agujero redondo, a la altura del pecho de Istelmo, protegido por una goma que servía además de apoyo para ajustar puntería.
Dos ventanas hacia la plaza y la otra da hacia la puerta de la iglesia románica, con evoluciones constructivas de otros estilos, llena de figuras en los tímpanos de sus vanos y en las archivoltas de la puerta, recortes en los muros, remates de columnas, tímpanos de ventanas, gárgolas y agujas, donde desde siempre anidan las palomas.
Mientras tanto, arrastrando las chanclas, Istelmo se desplaza desde la entrada hacia la mesa, al lado de la ventan. Se sienta y con sus lentes bifocales logra medir correctamente el movimiento de sus manos para cargar su escopeta al son del débil silbido del paso doble, como lo hiciera durante la guerra.
El crucifijo siempre le queda a su espalda.
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